Hace días que siento una cierta desazón interior. Supongo que entre las muchas características heredadas de mi madre, una de ellas es esta especie de sexto sentido que me lleva a preocuparme por cosas que no han pasado y que no tienen por qué pasar. Efectivamente, no tiene sentido, pero es lo que hay.
Cuando llego a este punto de ansiedad, que sin duda afecta a mis relaciones personales más cercanas, procuro acudir a alguno de mis tradicionales bálsamos: el llanto, la música, la escritura y/o la oración. Las lágrimas derramadas me ayudan a descargar parte de la tensión acumulada; hoy he llorado intensamente al recordar el aborto de enero; por más que pasen los días todavía no me he sacado el tapón que llevo dentro. La música me ayuda a evadirme. La escritura me permite organizar mis pensamientos, mis propósitos de enmienda y mis sueños de futuro. La oración le acaba de dar forma a todo.
Mientras escribo esto escucho música a la vez que derramo algunas lágrimas sobre el teclado, sólo me resta hacer una oración. Así pues, ahí va: Dios mío, ayúdame a ser cariñoso y humilde, respetuoso y paciente, dame fuerza para resistir los envites de la vida y hazme digno de ser considerado buen marido, buen padre, buen hijo, buen profesor, en definitiva, buena persona.