Esta semana una buena noticia ha recorrido los medios de comunicación: ha nacido en Sevilla un niño a partir de un embrión seleccionado genéticamente, convirtiéndose así en un posible donante para su hermano de células madre (obtenidas de su cordón umbilical) que han de ayudarle a superar un tipo de anemia congénita.
La Iglesia católica no ha tardado mucho en levantar su voz para condenar el hecho, con una dureza de la que no se despega últimamente, al considerar que no se puede matar a una persona para curar a otra, en relación a la selección de embriones, y que reduce la dignidad de la persona a un mero valor de utilidad. Una vez más, como creyente y como católico, no estoy en absoluto de acuerdo.
El matrimonio que tiene a su primogénito enfermo y que ha optado por tener este segundo hijo para salvarle la vida, posiblemente va a quererles a los dos, en primer lugar por ser hijos suyos, y en segundo lugar por el sufrimiento de uno y la generosidad inconsciente del otro. Si Dios quiere y la ciencia lo permite van a pasar de tener un hijo enfermo a tener dos hijos sanos. ¿Cómo puede alguien oponerse a semejante argumento de felicidad colectiva?
Olga y yo hemos hecho tres fecundaciones in vitro, todas ellas con el mismo resultado negativo. Nuestro deseo de tener un hijo en común no ha sido posible y lo asumimos con tristeza pero sin ningún sentimiento de culpa o de pecado por haber acudido a la ciencia y la técnica para intentarlo. Dios es amor, por esa razón Dios se hace siempre presente, incluso en los laboratorios de la clínicas de FIV. Seguro que los padres del bebé nacido esta semana habrán dado gracias a Dios por semejante regalo. Que sean muy felices.