La Cuaresma empieza con el miércoles de ceniza y acaba con la Semana Santa. En mi parroquia es costumbre desde hace unos años acabar con la celebración de la reconciliación, es decir, con una celebración comunitaria del sacramento del perdón. Tras un primer momento de examen de conciencia colectivo tiene lugar la confesión individual y la absolución por parte de algún sacerdote.
Me gusta definir sacramento como un acto sensible instituido por Jesucristo para darnos la gracia. De todos los sacramentos uno de los más bonitos, y actualmente de los menos practicados, es el sacramento de la confesión, la reconciliación o el perdón (todos esos nombres se aplican al mismo sacramento). En él se pone de manifiesto el amor infinito y la misericordia divina. Aquí se muestra que Dios es AMOR.
Es importante es reconocerse pecador, pedir perdón -a Dios, a los demás y a uno mismo-, recibir la absolución y hacer propósito de enmienda para no volver a cometer los mismos errores, ya sea de palabra, acto u omisión. Yo pido perdón a diario en mis oraciones, pero espiritualmente agradezco momentos como el de ayer, donde me sentí en comunión con otros miembros de mi comunidad.
Especialmente pido perdón por mi poca paciencia, por mi mal humor, por mis repentinos cambios de carácter, por mi falta de generosidad en algunas ocasiones, y porque a veces me cuesta perdonar. Pido perdón a Dios y también a los que me rodean y me soportan a diario, y les doy las gracias porque seguro me perdonan.