Ejerzo la docencia por vocación desde hace catorce años. En todo este tiempo han sido muchísimos los alumnos a los que he tratado de formar y educar. Entiendo que la escuela debe formar y la familia es la que debe educar, pero como este punto de vista no es compartido por la mayoría de los papás los docentes tenemos muy asumido ese doble rol, aunque no nos corresponda.
Creo que educar es manipular, en el sentido más artesanal de la palabra, es decir, dar forma. Sí, los maestros y profesores tenemos ese inmenso privilegio -también los papás aunque, insisto, muchos eludan su responsabilidad-, y como todo privilegio acaba provocando un gran desgaste. La desidia, la apatía, la falta de compromiso y de trabajo diario, el poco valor que se otorga al esfuerzo, etc. acaban menoscabando la moral del docente más optimista y luchador.
Todos los informes recientes hablan del poco nivel de nuestros alumnos. Puede que se haga una lectura más o menos interesada pero lo cierto es que estamos (desde hace unos años) en una recta con pendiente negativa o, lo que es lo mismo, nuestros alumnos cada vez aprenden menos los conceptos clásicos; me refiero a la gramática, las matemáticas, la física, la historia, etc. También es verdad que ahora saben mucho más de otras cosas y que su nivel de competencia en el uso de las nuevas tecnologías es altísimo.
Esto me lleva a plantearme: ¿cuál es el modelo de educación formal que queremos para nuestros hijos?, ¿qué nivel de competencia queremos que tengan nuestros trabajadores?, ¿para cuándo un pacto de estado en educación?... No tengo todas las respuestas a estas preguntas pero sí la certeza que se necesita un golpe de timón y la colaboración implícita de todos los estamentos pertinentes: familia, escuela y sociedad. ¡No podemos permitir que la educación y los educadores se desgasten más!.